martes, 26 de mayo de 2009

Nuestra segunda ocupación

Nuestra segunda ocupación [1]
Dr. Albert Scheweitzer [2]

La gente suele decir; “Me gustaría llevar a cabo algunas buenas obras. Pero la familia y mis ocupaciones no me dejan un minuto libre. Embargado por mis propios afanes minúsculos, nunca hallaré ocasión de hacer de mi vida algo que valga la pena.”
Error tan común como peligroso. Ayudar al prójimo pone al alcance de cualquiera de nosotros ocasiones de acometer empresas espirituales que son fuente segurísima de verdadera paz interior, de un contento que dura tanto como la vida. Para conocer esta dicha no necesitamos desatender nuestras obligaciones ni ejecutar actos extraordinarios.
A tales empresas del espíritu las llamo “nuestra segunda ocupación.”
Ninguna ganancia nos dejan, salvo el gozo de ejecutarlas. Nos brindan nobles ocasiones; nos infunden íntima fortaleza. A ellas podemos aplicar todas nuestras reservas de energía; pues si algo está haciendo falta hoy en el mundo es que haya hombres que se preocupen por la suerte del prójimo.
Hombre o mujer de nuestros días que permanece alejado de esas empresas del espíritu camina entre tinieblas. La sociedad moderna nos somete a presiones que tienden a menguar nuestra personalidad. Cohíbe en nosotros el impulso creador, el anhelo de expresar nuestro propio yo; y en la medida que esto ocurre padece atraso la verdadera civilización.
¿Cuál es el remedio? Por atareado que se le suponga, el hombre dispondrá siempre de tiempo para reafirmar su personalidad aprovechando toda ocasión de actividad espiritual. ¿Cómo así? Mediante nuestra segunda ocupación: aplicándose, siquiera sea en pequeñísima escala, a ejecutar personalmente algún acto que redunde en bien del prójimo. Ni será menester que busque lejos oportunidades de hacerlo.
El mayor de nuestros errores, en cuanto a individuos, consiste en la ceguera con que vamos por la vida sin reparar en las ocasiones que nos salen al paso. Nos bastará abrir los ojos y mirar para que veamos luego las muchas personas que hay faltas de ayuda que nosotros podemos prestarles, y no en cosas de gran momento, sino en pequeñeces. Adondequiera que dirijamos la vista encontraremos alguna necesidad cuyo remedio está a nuestro alcance.
En el vagón de tercera de un tren de Alemania tuve cierta vez por compañeros de viaje a un joven fogoso que parecía hallarse en expectativa de algo, y a un anciano que, sentado frente a él, revelaba a las claras por lo desasosegado de su actitud la grave preocupación que lo atormentaba. Al oírle decir al joven que cerraría la noche antes que llegásemos a la primera ciudad, murmuró el anciano:
- No sé cómo voy a arreglármelas. Tengo mi único hijo en el hospital. Me telegrafiaron que está gravísimo y hago este viaje con la esperanza de encontrarlo todavía con vida; pero como soy del campo, temo extraviarme en la ciudad y no llegar a tiempo.
- Yo conozco bien la ciudad – dijo a esto el joven – Lo acompañare a usted hasta dejarlo al lado de su hijo y tomaré después otro tren.
En la estación de la ciudad bajaron juntos, como dos hermanos.
¿Quién medirá el alcance de la pequeña buena obra de ese joven? Usted también, lector, puede estar a la mira de pequeñeces semejantes, puede aprovecharlas para remediar una necesidad.
En la primera guerra mundial hubo en Londres un cochero que al verse excluido por su edad del servicio militar quiso servir en cualquiera otra forma. Tras de haber ido de oficina en oficina a ofrecerse a la nación en las horas que su oficio le dejaba libres sin que en ninguna lo aceptaran, determinó imponerse él mismo una tarea.
A los soldados de los acantonamientos les daban permiso para que visitasen a Londres antes de mandarlos al frente. Nuestro cochero llegaba a las ocho a la estación del ferrocarril en busca de soldados cuyo aire perplejo indicara que no conocían en absoluto la ciudad. Todas las noches, hasta que licenciaron las tropas, hacía cuatro o cinco viajes sirviéndoles de guía.
La timidez nos retrae a veces de dirigirle la palabra a un extraño. Mucha de la frialdad que reina en el mundo se debe al temor de exponernos a un rechazo; así, nuestra aparente indiferencia es en no pocos casos nada más que cortedad. Un ánimo emprendedor salva ese obstáculo, se halla de antemano resuelto a no amargarse por una repulsa. Si sabemos insinuarnos con tacto, guardando siempre una discreta reserva, hallaremos que nuestra propia cordialidad nos da entrada al corazón ajeno.
Especialmente en las grandes ciudades es necesario abrir las puertas del corazón. El amor al prójimo cruza siempre como ignorado peregrino por entre las multitudes. Los vecinos de pueblos y aldeas se conocen mutuamente, sienten que hay entre ellos recíproca dependencia; los de las grandes ciudades pasan uno al lado de otro sin cambiar un saludo: tan aislados, tan distanciados, a veces tan desorientados y tan abatidos. ¡Qué estupendas ocasiones aguardan ahí a los que estén dispuestos a ser sencillamente humanos!
Empecemos dondequiera: en la oficina, en el taller, en el autobús. La sonrisa cambiada en un tranvía puede disuadir de sus propósitos al pasajero que iba acariciando la idea del suicidio. Una mirada amistosa es con frecuencia rayo de sol que rasga las tinieblas de un alma cuya angustia no sospechábamos siquiera.
Cuando traigo a la memoria los años de mi juventud, me doy cuenta de la importancia que tuvieron para mí la ayuda, la comprensión, la palabra de aliento, la benevolencia, los sabios consejos con que me favorecieron tantas personas. Esos hombres, esas mujeres entraron en mi vida y fueron fuerza dentro de mí. Pero nunca lo supieron; yo mismo no percibía entonces lo que en realidad significaba su auxilio.
Todos nosotros debemos mucho a los demás; y bien cumple preguntarnos: ¿cuánto nos deben los demás a nosotros? Nunca lo sabremos completamente, aún cuando a menudo nos sea concedido advertirlo en pequeñísima parte, como para que no nos desanimemos. Podemos tener sin embargo la seguridad de que nuestra vida ejerce o puede ejercer en los demás una influencia considerable.
Sean cuales fueren los dones que hayamos recibido en mayor abundancia que la generalidad – salud, talento, aptitudes, buen éxito, infancia venturosa, hogar bien avenido – guardémonos de creernos acreedores de ellos. En agradecimiento a tales favores de la suerte impongámonos algunos sacrificios en bien de nuestros semejantes.
Para los que han experimentado especiales aflicciones hay especiales oportunidades. Hay, por ejemplo, la hermandad que une a aquellos en quienes el padecimiento dejó su huella. Los que después de angustiosa dolencia se ven por fin sanos, no han de considerarse del todo exentos; deben sentirse llamados de entonces en adelante a procurar que otros recobren la salud. Si una operación nos salvó de la muerte o de las torturas de la enfermedad, hagamos lo que esté a nuestro alcance por llevar los auxilios de la ciencia médica a lugares donde imperan el dolor y la muerte. Otro tanto ha de decirse a la madre cuyo hijo fue salvado; a los hijos que vieron mitigadas por la habilidad de un médico las últimas congojas de su padre. A todos cumple propender a que otros participen de iguales beneficios y consuelos.
Para que la renunciación y el sacrificio lo sean de veras hay que prescindir de lo que nos gusta o dar lo nos hace falta. Dar una limosna al menesteroso no implica sacrificio alguno para el que tiene dinero. Las dos moneditas de la viuda valieron más que todos los donativos de los ricos, porque eran cuanto ella poseía. Dentro de sus circunstancias, cada uno de nosotros debe dar algo de que le duela desprenderse, aún cuando solo sea el tiempo que destinaba al cine, a un deporte favorito, a una diversión cualquiera.
Muchos dicen: “¡Ah, si yo fuera rico, haría grandes cosas para ayudar a la gente!” todos podemos ser ricos en afecto y generosidad. Más aún, si al socorrer a otro lo hacemos con discreción si procuramos enterarnos de cuáles son sus necesidades más urgentes, llevaremos a esa vida aquel interés afectuoso, aquella preocupación por su bienestar que valen más que todo el oro del mundo. Y por obra de misteriosa ley universal, el afecto que damos a otras vidas refluye a la nuestra en dicha y afecto acrecentados.
La asistencia social organizada es, desde luego, necesaria; pero deja vacíos que la iniciativa individual debe llenar con su bondadosa comprensión. Una institución de beneficencia es una empresa complicada; a semejanza del automóvil, ha de contar con vías transitables. No puede penetrar en los senderos angostos y escondidos; éstos son para hombres y mujeres que los recorran con los ojos abiertos y el corazón lleno de comprensiva bondad.
No debemos ahogar la voz de nuestra conciencia diciéndonos que ahí están las instituciones de beneficencia y el gobierno para socorrer a los menesterosos. “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” ¡Ciertamente lo soy! Y no cabe que rehúya mi responsabilidad para con el prójimo alegando que el Estado hará por él cuanto sea preciso. Una de las tragedias de nuestro tiempo es que haya tantas personas que piensen y sientan de ese modo.
Hasta en el mismo hogar los hijos están llegando a considerar que no tienen obligación de cuidar de los padres en su ancianidad. Las pensiones para la vejez no eximen al hijo de sus deberes filiales. Deshumanizar el cumplimiento de esos deberes es un error, porque suprime el principio afectivo, base fundamental del progreso individual y de la misma civilización.
Ser benignos para con los más débiles fortalece nuestro corazón ante la vida. Si los hombres nos inferimos crueles ofensas unos a otros, es sólo porque no tenemos comprensión ni piedad. Comprender al prójimo, compadecerlo y perdonarlo nos limpia el alma y hace más limpio al mundo.
Mas ¿por qué debo perdonar al prójimo?
Porque sino perdono a los demás no soy sincero conmigo mismo. Procedo como si fuese inocente de faltas iguales a las cometidas por los demás; y ello no es así; debo perdonar las mentiras dichas en mi daño, porque yo también mentí más de una vez. Debo perdonar el desamor, el odio, la difamación, el engaño, la altanería con que tropiece en mi camino, porque yo también me mostré falto de amor para con otros, y odié, y difamé, y engañé, y fui soberbio. Debo, además, perdonar humildemente, sin ostentación. Por lo general uno no logra perdonar completamente; ni siquiera llegará a ser siempre justo. Pero quien procure ajustarse a este duro y sencillo principio, conocerá las verdaderas aventuras y triunfos del espíritu.
Un hombre nos ha ofendido. ¿Aguardaremos a que nos pida perdón? ¡De ningún modo! Acaso no lo haga nunca; y entonces nunca lo perdonaremos, lo cual nos daña. Digamos sencillamente: “¡Esa ofensa no existe!”
En una estación de ferrocarril observaba yo al mozo que armado de escoba y pala estaba barriendo la sala de espera. Limpiaba parte del piso e iba luego a la siguiente. Mas, de haber mirado atrás, habría visto al hombre que tiraba una colilla, al niño que rasgaba un papel y esparcía los pedazos por el suelo, a todos los que acumulaban nuevas basuras en lo qué él acababa de barrer. Sin embargo, el mozo seguía en su tarea, sin desmayar, sin enojarse. ¡Así deberíamos hacer nosotros! En mis relaciones con los demás, llevo siempre mi escoba y mi pala. Barro continuamente de mi corazón las basuras. Echo fuera de mí todo lo inútil, todo lo muerto. Si los árboles no se despojasen en otoño de sus hojas secas, carecerían de espacio para las nuevas hojas con que los viste la primavera.
Acaso imaginen algunos que ha de ser maravilloso vivir, como mi esposa y yo, en las selvas del África ecuatorial. Nos ha cabido en suerte vivir allí; eso es todo. Pero otros pueden hacer de su vida algo más maravilloso todavía; no será menester que cambien de residencia ni de ambiente, bastará que sometan el alma a multitud de menudas pruebas de las que salga triunfante el amor al prójimo. Tal empresa del espíritu pide paciencia, pide consagración, pide valor. Ha de acometerse y llevarse a cabo con firmeza de carácter, con voluntad de afecto; es la gran prueba del hombre. Pero en esa ardua “segunda ocupación” halla el alma humana su verdadero y único contento.




[1] Entrevista de Fulton Ourder, publicado en Selecciones Enero de 1950
[2] Medico Misionero, músico, filósofo, biógrafo, teólogo alemán, que “renuncio a la fama y a la riqueza que le ofrecía Europa y se aplico a estudiar medicina, con la mira de ir a sepultarse en el corazón del África para aliviar la suerte de los indígenas”.